Desilusión de cuatro sentidos

El quinto se quedó durmiendo, y esperó a que lo despertasen para comenzar a romper su entorno. Así fue que ya no oyó, ya no escuchó, no olió, ni distingió más gustos... ahora sólo siente con sus manos lo que el tiempo le ofrece, y lo disfruta en carne propia.

viernes, 18 de febrero de 2011

Retrato en óleo de un día soleado.

Después de tanto vigilar, la lluvia empezó a caer de donde ya no había nubes. El reflejo es el mismo, las caras tristes, la lluvia y las lágrimas de los que prefieren el sol. No sé muy bien por qué será, pero el cielo está azul y las gotas caen por todos lados. Miro hacia arriba parado en medio de la calle, pareciera ser que llueve en todo el mundo menos donde yo estoy detenido, mientras tanto, unos bultos se acoplan a mi. A mi alrededor, dos personas, una mujer desabrigada y un hombre con traje y maletín mirando al cielo extremadamente pegados a mi, y yo, incómodo, no más que eso. Los cinco estábamos mirando el cielo, y digo los cinco, y digo estábamos porque antes de darme cuenta ya no éramos ni tres ni cinco, ahora somos dieciocho (aproximadamente, tal vez haya alguien a quien no llego a ver, algún nenito o nenita más allá de aquel rubiecito con piloto amarillo, muy al estilo Hollywood, casi desagradable de ternura). Yo ya no estoy viendo más al cielo, porque estoy casi seguro de que dentro de veinte segundos va a seguir estando ahí, y tengo cosas más importantes en las que pensar, como preguntarme y solucionar el pequeño problema de mi asfixiamiento entre la masa y las náuseas de la vida. Cruzando la avenida no hay nadie, y sobre Cabildo veo absorto, autos abandonados, gente que sale del refugio de su Ka, de su Gol y de sus Fiesta (o por lo menos esos eran los que llegué a ver desde mi punta de pies) para cubrirse cerca mío. El lejano oeste hecho ciudad (pero con más edificios, negocios y prostíbulos), el kiosco de la esquina está deshabitado, también la panchería y la boca del subte (que siempre escupe gente) y una mujer corre hacia donde nosotros estamos. Ya casi resulta cómodo, casi parece casi algo, una multitud enorme que no se quiere mojar, y sus caras de sorpresa son únicas, bocas abiertas, miradas de incertidumbre, saliva en el mentón, doce paraguas cerrados, seis pilotos sin capucha, pelos despeinados, erizados e inflados, incontables pares de botas de lluvia, algunas zapatillas y unos mocasines empapados. Jóvenes (o sea, también chicos chicos y chicas chicas), viejos viejos y adultos adulterados. El cielo sigue empapando a los lados, pero lo sigo mirando y juro que nada cae sobre mi, ni tiene ganas de caer sobre mi (creo que le caigo mal al agua). A unos setenta o sesenta metros de mi estratégico punto escucho a más de uno que se queja, creo que la capa anti lluvia tiene algún límite, supongo que hasta de cincuenta metros, ya que es un número bastante entero y bastante medio, porque equivale a media cuadra, así que cincuenta metros me parece un radio más que razonable, de hecho justo. El cielo me mira un rato, despacio, para acariciarme y para advertirme (porque también me tiene que advertir). Veo y miro un rato, después vuelvo a ver, pero decido que es mejor mirar, porque así podría ver más allá de la visión de quién se esfuerza por desalinearme la columna vertebral con su paraguas desde atrás mió, pero una gota decide romper mi estructura ocular abierta, decide hacerme guiñar, brotando desde la nada misma, una gota que se inventó en el éter de Cabildo y Juramento, un salpicón y un ¡Ay!, una interjección y la desaparición. Antes de darme cuenta el semáforo ya está a mi favor. La lluvia siguió haciendo lluvia, yo crucé y todos cruzamos, el viejo barbudo vuelve a su Carnival, el ruido resurge de entre las masas y todo es tan igual como siempre.

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