Desilusión de cuatro sentidos

El quinto se quedó durmiendo, y esperó a que lo despertasen para comenzar a romper su entorno. Así fue que ya no oyó, ya no escuchó, no olió, ni distingió más gustos... ahora sólo siente con sus manos lo que el tiempo le ofrece, y lo disfruta en carne propia.

viernes, 30 de abril de 2010

Arco-Iris

Daniel creía que el viento era de papel, y que tal vez pensando en voz alta, sus ideas quedarían eternizadas en el aire. Por supuesto que para eso, él necesitaba aislarse, o de otra forma, el cuento que cuentan las paredes, o las leyendas que vivió el pasto, también podrían calcarse en el viento y tal vez hasta mezclarse entre sus escritos.
Por eso, Daniel decidió irse, caer por un tiempo en un pozo que él mismo cavó, y acomodar su cabeza contra su almohada que, de manera muy astuta, tomó antes de salir de viaje.
Daniel era de los que les gusta pensar a los gritos (de manera que todos puedan saber que él está pensando), morirse por un rato mientras inventa colores en su cabeza, pero por sobre todo, a Daniel le fascinaba contar cuentos, pero que él mismo no estaba dispuesto a escribir. Por eso disputó con el viento, discutió con el fuego, debatió con el agua y finalmente acordó con la tierra contar historias sobre sus vidas, sus peleas y sus amores, a cambio de que ellos publicaran sus historias en la inmensidad del mar que se encuentra sobre nosotros (que por razones ajenas a nuestra sapiencia, por aquel entonces no tenía nombre, pero que hoy por hoy decidimos apodarlo “Cielo”).
Así fue como en el mundo se creó el clima, y así también como Daniel, agotado de contar las historias de la vida en el gran “Cielo” (sobre todo después de la gran discusión entre el fuego y el agua, pelea que aún no se ha resuelto), decidió ser más que un pensador o un cuentista, decidió que no sólo iba a pensar colores, sino, que él mismo iba a ser sus siete colores preferidos, en un solo gran y coloreado arco para así, poder tener mejor perspectiva de lo que sus cuentos hicieron sobre la tierra, una vez liberados del papel.

jueves, 29 de abril de 2010

Amor en limpio.

Supo de inmediato que se había equivocado. Pasó mucho tiempo antes de darse cuenta de lo que había hecho. Después de sobrevivir a la ducha y de cantar mientras se vestía, ya estaba listo para empezar todo de nuevo.
Comenzó con la violenta salida del agua por la regadera, mojándose la cabeza, y dejando que el resto del agua salpicara su cuerpo poco a poco. Se lavó bien las manos, para que no quedaran rastros, y ya que estaba refregó muy bien su cuerpo, como si quisiera limpiar todos los rincones de su humanidad. Se afilaba los dientes contra sí mismo, sus ojos derramaban locura y el izquierdo le titilaba cada tanto, un reflejo poco grato de un cuerpo cansado. Su cabeza empezaba a lastimarse por la fricción de sus dedos, y la negativa de pensar en el vacío no ayudaba a que el agua tan caliente no estuviese provocando quemaduras en su piel. Apagó los golpes del agua y apoyó contra su lastimado cuerpo una toalla que se encontraba junto a la ducha. Le dolió, pero estaba dispuesto a aguantarlo. Salió casi corriendo del baño, un poco encorvado, como escondido para que nadie lo viera, aunque no hubiese nadie. Entró a su habitación, se acomodó sobre su cama y se quedó sentado durante varios minutos mirando al horizonte, se tiró a descansar desnudo, sin importarle en verdad su condición de fragilidad física; completamente indefenso. Empezó a cantar una canción de amor (…) después un blues (…) después dejó de cantar. Admitió frente a su garganta que ya no podía hacerlo.
(…)
Salió de su habitación casi vestido, casi presentable. Bajó las escaleras y vio como su delicada alfombra, había sido manchada por los ensangrentados cuerpos de sus dos hijos varones. Tras la puerta, atada a la manija del horno, estaba su esposa, esforzándose por vivir, esforzándose por respirar. La tomó del pelo, y suavemente la redujo como a un animal domesticado, metió su cabeza al horno y encendió el gas. Extrañamente, o tal vez por el daño previo, no duró más de un minuto ahí adentro, después de eso, sus desesperadas patadas cesaron.
(…)
Supo de inmediato que se había equivocado. Pasó mucho tiempo antes de darse cuenta de lo que había hecho. Después de sobrevivir a la ducha y de cantar mientras se vestía, ya estaba listo para empezar todo de nuevo.

miércoles, 28 de abril de 2010

Traición (y doce segundos de incertidumbre)

Éramos doce los que esperábamos al Maestro. Ya habían pasado varios minutos, por lo que empezamos a preocuparnos de a poco. Murmullos. Miradas. Miedo.
Éramos doce los que esperábamos al Maestro, aunque bien sé que no todos querían estar allí, no todos querían escuchar sus enseñanzas, y se sentía en el aire, algo no estaba bien. La tensión comenzó a desgarrar entre los doce, y tan sólo un ojazo de más podía condenarnos al complot. Por el calor, la saliva rasgaba las paredes de la garganta, y por el hambre algunos se retorcían… Y al fin llega el Maestro, nos saluda con la calma que lo caracteriza, y nos mira uno por uno. El silencio nos compenetra al máximo, y nuestros cuerpos están ligeramente encorvados hacia delante, como esperando algo del Maestro. Él toma una silla con su mano derecha y la corre con ambas mientras nos observa a los doce al mismo tiempo, su omnisciencia era evidente. El Maestro se toma un momento antes de tomar asiento, como meditando cada uno de sus movimientos, el suficiente tiempo para que los nervios exploten… nuestro silencio genera ya mucho ruido, es realmente ensordecedor. Y finalmente el Maestro toma asiento. La traición era inminente.
Entonces el maestro Schunk lo supo, el alumno Núñez había puesto una chinche en su silla. Y ahora no queda más que sacar una hoja, hay prueba escrita para todos.